En la plaza de Atenas, bajo un cálido sol, Diógenes se encontraba sentado en un rincón, disfrutando de un modesto plato de lentejas. Su túnica raída y su barba desaliñada lo delataban como un hombre que había renunciado a las comodidades de la vida.
En ese momento, se acercó otro filósofo, un hombre de aspecto más refinado y con una mirada escrutadora. Observó a Diógenes con cierto desdén y dijo:
“Diógenes, ¿no crees que sería más sabio aprender a adular al rey? Si lo hicieras, podrías disfrutar de banquetes opulentos y vivir sin preocupaciones. No tendrías que conformarte con estas humildes lentejas”.
Diógenes levantó la vista, sus ojos brillando con una chispa de ironía.
“Ah, mi estimado amigo, ¿no ves la ironía en tus palabras? Si hubieras aprendido a comer lentejas como yo, no tendrías que adular al rey. Las lentejas son un alimento sencillo pero nutritivo. No requieren adulación ni sumisión. Son la esencia misma de la supervivencia. En cambio, aquellos que se inclinan ante el poder, que buscan el favor de los gobernantes, a menudo sacrifican su dignidad y su libertad”.
El filósofo refinado frunció el ceño, desconcertado por la respuesta de Diógenes.
“Pero, ¿no es mejor vivir cómodamente, rodeado de riquezas y lujos?”
Diógenes sonrió, su mirada fija en el horizonte.
“Quizás para algunos. Pero yo he elegido una vida diferente. Prefiero la libertad y la autenticidad sobre la opulencia. Las lentejas pueden parecer simples, pero en su simplicidad encuentro una profunda sabiduría. Así que, querido amigo, si alguna vez te encuentras hambriento y necesitado, ven y comparte mis lentejas. No necesitarás adular a nadie para disfrutarlas”.
Y así, en medio de la polvorienta plaza, Diógenes continuó comiendo sus lentejas, mientras el filósofo refinado se alejaba, reflexionando sobre las elecciones que cada uno de ellos había hecho en la vida.
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